Llegaréis a un pabellón, el vuestro, y echaréis de menos, para empezar, que varios minutos, horas incluso, antes, no se vea lo más mínimo el color de los asientos en las gradas; verde esperanza o blanco pureza. Da igual. Eso en caso de tratarse de un partido cualquiera. En caso de celebrarse una final como la de ayer, 19 de junio de 2011, recordaréis con nostalgia cómo arriba crecían las filas indias cuando los espacios sólo se entendían sobre los teclados de los periodistas, porque sobre la grada -supletoria incluida- tal término era imposible de definir.
Echaréis de menos no poder escuchar las últimas órdenes de vuestro entrenador en el vestuario, porque fuera, sobre la cancha, vuestro rival ya estará calentando, y en la grada cuatro dedos de cada uno de vuestros aficionados estarán metidos en sus respectivas bocas, haciendo ruido; o lo que quiera que sea eso que deja los oídos como si se acabase de estar a kilómetros de altura.
Saltaréis a la pista y os acordaréis de la palabra ‘ovación’; la haréis grande. La estiraréis. En realidad sólo habréis escuchado unos cuantos aplausos, pero quizás en las crónicas aparecerá, por tradición, la palabra. Y eso en caso de que de vuestros partidos queden constantes por escrito, porque seguramente hasta os toque echar de menos lo menos pensado.
Tras los aplausos, dirán vuestro nombre por megafonía y en el mejor de los casos, la última sílaba no hará eco, pero echaréis de menos un grito de cueva al unísono poniéndole apellido al nombre, al apellido o al pseudónimo. Y todo esto siendo el máximo goleador, el que más minutos de banquillo acumula o el que lleva lesionado toda la final y no ha podido demostrar su potencial en las citas importantes.
También os acordaréis de los seguidores que se quitan la camiseta, no por gusto y exhibicionismo, sino porque el calor humano -y no de verano, que también- es tan mareante, que a veces obliga a tomar medidas de emergencia.
Meteréis un gol, en el minuto 1 o en el 38, y echaréis de menos cómo suena un tanto cantado, no desde los bronquios o los pulmones, no; desde más abajo. Desde el mismo pie con el que lo habréis metido. En pocos lugares los goles se cantan con tanta pasión y desde tan abajo.
Allí donde vayáis os llevaréis en la memoria el sonido estridente que produce la caída fingida de un rival, y recordaréis cómo, cuando estabais en Segovia, las posesiones del equipo contrario eran silbadas de tal manera, que daba la sensación de que la fuerza de alguno de esos más de 3.000 silbidos terminaría pinchando el balón en pies enemigos.
Además, echaréis de menos la capacidad de los segovianos para aprender a tocar el instrumento que haga falta; tan pronto el golpeo del bombo, como, en caso de que fuera necesario, la trompeta de plástico de siempre, ahora también llamada vuvuzela. Apuntad: os faltarán músicos de guardia.
Pero todo esto no será lo único que os faltará; buscaréis por la grada chicas guapas, elegantes, con los labios pintados y bolsos de Mary Poppins, soltando por todo lo alto, todos los tacos que nunca cabrían en sus delgados y puntiagudos tacones. También echaréis de menos los hombres hechos y derechos -los de barriga y cerveza y los de corbata y traje durante la semana-, bailando de felicidad al ritmo de la música de los altavoces, por el simple y feliz hecho de estar viendo a su equipo jugar. Miraréis alrededor y sólo veréis al prototipo tipo.
Puede que alguna vez os den instrucciones desde la grada. Las escucharéis, y entonces echaréis de menos cuando si, ya de por sí no conseguíais saber qué decía vuestro entrenador, aún entendíais menos lo que os quería decir aquel aficionado que, por hacerse oír, acababa disparando, de una manera muy poco caballerosa, perdigones a las chicas sentadas delante suyo.
Y entre las cosas que jamás podréis olvidar y que desearéis seguir teniendo a todas horas, estarán esas ocasiones en las que levantabais los brazos pidiendo apoyo, fueseis ganando o perdiendo, y de repente, como si del motor de cualquier aparato eléctrico os trataseis, un ciclón humano se ponía en pie y comenzaba a animar y animar hasta el desánimo del rival.
Entonces, en esos momentos, en las ocasiones que visitéis el Pedro Delgado, de repente os contagiaréis de los gritos de aliento. Seréis el único jugador de vuestro equipo capaz de aguantarle, por corazón más que por piernas, el ritmo al Caja Segovia; pero el efecto sólo os durará hasta que os deis cuenta de que ya no vestís esa camiseta y de que el aire que llegue desde un abanico o desde un suspiro, no os pertenece. Entonces, todo eso también lo echaréis de menos; aún más cuando un extremo de la grada vocee una consigna, y el otro -porque echaréis de menos los extremos- le acompañe con el bombo. Y así durante las veces que intercambien papeles.
Todo esto y mucho más; un miembro de la directiva en chándal, corriendo la banda histérico, o un histórico narrando un partido desde una cabina de radio. También el simple placer del permiso a jugar como un niño, sin la presión del resultado, ni de los títulos, sólo de la ilusión. Todo lo echaréis de menos. Y querréis volver, volar de regreso, pero para entonces, por suerte o por desgracia, poderoso caballero os tendrá presos.
Y bien? Qué mas se puede pedir?
Será algo que recordemos todos y cada uno de los que hemos estado con ellos durante todos los partidos o al menos casi todos, y de los que estaremos en su último partido de la temporada, para algunos en este equipo y para otros simplemente es el fin de la temporada, pero volverán a vestir la camiseta blanca.
Sois enormes. Una vez más. Os lo merecéis. Merecéis vivir lo que está ocurriendo y sin duda, llevaros esa copa.
Gracias.
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